La Cámara de Diputados (Argentina) convirtió recientemente en ley un proyecto presentado por el Senado, que prolonga de 50 a 70 años los derechos de las compañías fonográficas sobre los discos que alguna vez editaron. La ley hace pensar, inmediatamente, en el triunfo de propietarios legales sobre inescrupulosos usurpadores, en la protección a las ediciones “oficiales” por sobre las “piratas” y, obviamente, en el respeto a la obra de los artistas en lugar del más salvaje de los saqueos. Y así fue festejada por destacados músicos. En los fundamentos se dice, por ejemplo: “Un caso claro y paradigmático es el primer álbum fonográfico interpretado por Mercedes Sosa, titulado La voz de la zafra, publicado en 1961, que caería en el dominio público en el inminente 2011, si la legislación no fuera modificada como aquí se propone”. Y, más allá del error en cuanto a los alcances de la ley anterior (el disco habría entrado en el dominio público en 2012, una vez que los cincuenta años desde su edición original se hubieran cumplido), el ejemplo propuesto por el senador José Pampuro es paradigmático, aunque por razones sumamente diferentes de las enunciadas.
Si el senador hubiera conocido algo sobre el tema, se habría percatado de que la nueva ley prolonga los derechos de la compañía que, precisamente, mantuvo ese disco fuera de catálogo durante la friolera de cuarenta y ocho años. Un período que, por otra parte, podría presumirse mucho más largo si la muerte de Mercedes Sosa no hubiera llevado a los directivos de Sony a rebuscar en su catálogo el único disco de esa cantante que había sido editado (y nunca vuelto a publicar) por RCA, de la que es actual propietaria. En los fundamentos se mencionan también los primeros discos de Sandro (parece que veían venir el negocio), de Palito Ortega y Violeta Rivas.
El problema es que la ley, que nada tiene que ver con los derechos de autor, es la mera extensión de un contrato (un convenio entre dos partes) aunque, en este caso, con una sola parte contemplada. Es decir que no fija, para las casas discográficas que presionaron para retener los derechos sobre unos pocos títulos y artistas a los que asignan valor comercial, ninguna responsabilidad ni deber con respecto a ese material pero, sobre todo, a aquel que no reviste para ellos ningún interés pecuniario pero forma parte del patrimonio cultural de la humanidad.
No cabe mucha duda de que los sellos seguirán editando a Sandro, al Club del Clan y, dentro del tango o el folklore, a Los Chalchaleros, a Troilo, a D’Arienzo y alguno más. Pero, de no haber ninguna ley complementaria que establezca los deberes que esa extensión del derecho debería conllevar, las consecuencias de la ensalzada norma serán la desaparición del mercado de todo aquello que los sellos jamás quisieron reeditar.
Sin una reglamentación complementaria, la nueva legislación derivará en la convalidación del derecho de las compañías a no editar determinados discos y en la imposibilidad de obtenerlos por parte de los potenciales interesados. Una somera evaluación de antecedentes revela, por ejemplo, que Universal, actual propietaria de Philips, nunca editó en CD la mayoría de los discos originales de Mercedes Sosa, mantiene fuera de catálogo el segundo volumen de la Historia del Tango por Astor Piazzolla, tiene inédito su Veinte años de vanguardia con sus conjuntos desde hace nada menos que cuarenta y seis años, y jamás publicó el Romance de la muerte de Juan Lavalle, de Eduardo Falú y Ernesto Sabato. EMI nunca editó en CD los discos originales del Sexteto Mayor y relegó las geniales grabaciones de Troilo para Odeón a un disco llamado From Argentina to the World, donde no se consigna absolutamente ninguna información y, para peor, de las 24 piezas registradas por la orquesta entre 1957 y 1959 incluyó, arbitrariamente, sólo 20.
El dominio público es el de todos. El que acaba de refrendarse, si no se lo corrige de alguna manera, será el del perro del hortelano.